Recuerdo el primer día que sentí que ya había llegado, que
estaba aquí; la ropa se me pegaba al cuerpo y en la calle olía distinto…mejor.
Así, con la llegada del verano, se estampan las jaulas que
el invierno esculpe con el hielo. A la luz del Sol, nos volvemos ligeros, y,
como el agua del mar, somos más transparentes; más ‘salaos’.
Cambiamos tanto que hasta nuestra piel cambia de color: marroncitos
y tostados, color bronce, como el azúcar moreno, nos volvemos naturales.
Los días son más largos, el cerebro tiene más tiempo para
pensar y replantearse todo: analizamos si el color de la pared es el mejor, si
necesitamos comer más tomates, e incluso, si quien duerme a nuestro lado es
quien queramos que sea.
Los trenes van uniendo las calurosas experiencias, va
trazándose entre las cejas rubias llenas de arena el mapa al que acudiremos en
el ahogo de la rutina, para así, volvernos a sentir libres.
Se cocina con música francesa, el agua se vuelve gazpacho,
y se come a la sombra, de una guitarra.
En verano se vive, lo que decidimos matar en Otoño.